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lunes, 31 de marzo de 2025

 Seguridad sin brújula: el costo de ignorar la evidencia en México

 

Por: Guillermo Alberto Hidalgo Montes


En México, la seguridad ciudadana ha sido abordada, durante décadas, con una lamentable mezcla de urgencia, improvisación, discurso político y condimentada con una pizca de buenas intenciones (como si se tratara de una receta de Chepina Peralta). En lugar de estrategias sustentadas en evidencia empírica y análisis técnico, predominan decisiones reactivas, de corto plazo, que priorizan efectos mediáticos sobre resultados sostenibles (llamados en el argot policial “bomberazos”). Este enfoque ha contribuido a la prolongación y recrudecimiento de la violencia, al debilitamiento institucional y al deterioro de la confianza ciudadana.

Basándonos en cifras del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), el año 2023 cerró con más de 29,000 homicidios dolosos y en 2024 hubo 30,057. Pese a los múltiples cambios de administración y programas en materia de seguridad, las cifras de violencia se han mantenido persistentemente altas. Es aquí donde salta la odiosa pregunta: ¿Qué estamos haciendo mal? La respuesta parece estar en la raíz: estamos tomando decisiones sin evidencia (Es decir, sin conocimiento y basadas en creencias, no en hechos).

Uno de los errores más recurrentes en el diseño de políticas policiológicas y criminológicas en México ha sido la adopción de modelos extranjeros o propuestas ideológicas sin una evaluación rigurosa de su viabilidad en contextos locales. La falta de diagnósticos adecuados, el escaso uso de datos confiables y la ausencia de evaluaciones independientes perpetúan un ciclo de ensayo y error en el que los errores se pagan con vidas humanas (Si no me creen recuerden cuando a finales de la década de las 90´s se contrató a Rudolph Giuliani para realizar un diagnóstico de seguridad en CDMX que arrojo los mismos resultados de otro trabajo realizado antes por policías del entonces Distrito Federal).

La militarización de la seguridad es quizá el ejemplo más evidente. Desde 2006, México ha depositado en las fuerzas armadas tareas de seguridad ciudadana bajo el argumento de su eficacia operativa. No obstante, múltiples estudios han documentado que este modelo no solo ha sido ineficaz para reducir la violencia, sino que ha incrementado los riesgos de violaciones a derechos humanos (no porque no estén preparados o mal equipados, si no debido a que de génesis su formación laboral es de otra índole).

El informe de Human Rights Watch (2023) y los propios datos de la CNDH evidencian un aumento sostenido en quejas contra personal militar desde que se les asignaron labores de patrullaje y control civil. Además, investigaciones académicas como la de Ríos y Shirk (Justice in Mexico, 2021) demuestran que la presencia militar no guarda correlación directa con una disminución sostenible del crimen.

La improvisación ha alcanzado incluso áreas tan sensibles como la atención a víctimas y la búsqueda de personas desaparecidas. El caso del fallido Registro Nacional de Personas Desaparecidas es paradigmático: sin financiamiento adecuado, sin coordinación entre órdenes de gobierno y con metodologías opacas, los registros oficiales han sido cuestionados incluso por las familias de las víctimas.

En 2024, un reportaje de El País reveló que la cifra real de desaparecidos podría estar significativamente subestimada por la “depuración” de datos sin consulta ni transparencia. Incluso, escondiendo a víctimas mortales de la violencia en categorías como: “desaparecidos” y “otros tipos de delito que atentan contra la vida”. Este tipo de decisiones sin evidencia ni participación social solo abona a la desconfianza y al retraimiento de la ciudadanía frente al Estado.

Del mismo modo, las estrategias preventivas de violencia y delincuencia como los programas de "mochila segura", puntos fijos de control o los toques de queda informales que algunos municipios y comunidades han adoptado de manera unilateral no han mostrado impacto en la reducción de delitos y la violencia, generan tensiones legales y sociales.

La falta de estrategias claras y de largo plazo ha provocado una desarticulación entre los distintos actores del sistema de seguridad y justicia. Fiscalía, policía municipal, Guardia Nacional, ejército y gobiernos estatales actúan muchas veces con criterios contradictorios, compitiendo por recursos o protagonismo político.

Según un informe del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE), la dispersión institucional y la ausencia de una política nacional coordinada han obstaculizado la implementación efectiva de modelos exitosos como la justicia cívica, la mediación comunitaria o la policía de proximidad.

La consecuencia directa de esta fragmentación es que ningún actor asume responsabilidad plena sobre los resultados. Y cuando todos son responsables, nadie lo es realmente.

La buena noticia es que existen alternativas. Países como Colombia, Chile y algunos estados de EE.UU. han logrado avances significativos al adoptar políticas públicas basadas en evidencia. En México también hay ejemplos alentadores: municipios como Escobedo (Nuevo León) y programas como el de Justicia Cívica en Morelia han mostrado resultados positivos al aplicar intervenciones probadas, con evaluación constante y participación ciudadana.

Adoptar una perspectiva de “gobierno basado en evidencia” no es un lujo tecnocrático: es una necesidad urgente. Esto implica:

  1. Diagnósticos rigurosos: Invertir en datos confiables y análisis territorial del delito.
  2. Evaluación de impacto: Toda política debe medirse, no solo por intenciones, sino por      resultados.
  3. Rendición de cuentas (que en México le tenemos fobia): Los responsables de las políticas deben asumir su desempeño, con consecuencias claras.
  4. Participación ciudadana: Incluir a la comunidad en el diseño y revisión de las políticas mejora la legitimidad y eficacia de las acciones.

Documentos como las “Guías para el diseño de políticas públicas basadas en evidencia” de CONEVAL y la Secretaría de Gobernación (2021) ofrecen rutas claras para transitar hacia este modelo. No se trata de inventar de cero, sino de adaptar lo que ya sabemos que funciona, el problema es que ni a las autoridades políticas ni a muchos mandos policiales les gusta investigar.

La crisis de seguridad en México no se resolverá con más recursos ni con discursos más duros. Se resolverá cuando el Estado (en sus distintos órdenes) tome decisiones informadas, medibles y orientadas a resultados. Mientras sigamos diseñando políticas con base en percepciones, intuiciones o presiones mediáticas, estaremos condenados a repetir los mismos errores.

El tiempo de improvisar ya pasó. Lo que hoy se necesita es claridad, ciencia y compromiso político real. Solo así podrá México aspirar a construir una paz duradera, con justicia y con verdad.


hidalgomontes@gmail.com





lunes, 24 de marzo de 2025

 Un riesgo emergente silencioso se presenta: La modificación del consumo de drogas sintéticas en México

 

Por: Guillermo Alberto Hidalgo Montes

 

En los últimos meses, México ha intensificado (más por presión que por obligación) de forma significativa sus esfuerzos contra de las organizaciones dedicadas al narcotráfico, particularmente en lo que respecta al combate a las drogas sintéticas. Un caso emblemático se registró hace unos días en el estado de Zacatecas, donde las fuerzas federales desmantelaron un laboratorio clandestino de dimensiones industriales. En dicho operativo, las autoridades incautaron más de 27 toneladas de metanfetamina, una cifra sin precedentes que equivale a aproximadamente 698 millones de dosis individuales, según reportes de la Secretaría de la Defensa Nacional y del medio español El País. Este tipo de acciones evidencian una política más agresiva del Estado mexicano hacia las estructuras logísticas de los cárteles, al centrarse no sólo en el aseguramiento de sustancias, sino también en neutralizar la capacidad de producción masiva de drogas haciendo énfasis que esto ha sido derivado a la rampante presión del presidente Trump y la latente posibilidad de desplegar acciones militares de Estados Unidos en territorio mexicano.

 

Sin embargo, estos contundentes golpes a las organizaciones criminales no han estado exentos de efectos colaterales. El incremento de la presión policial y militar ha provocado una reconfiguración en las rutas y estrategias del crimen organizado, debido a que particularmente en lo referente al tráfico y consumo de fentanilo. Existen indicios preocupantes de que esta droga, hasta ahora consumida mayoritariamente en Estados Unidos, comienza a penetrar con mayor fuerza en el mercado mexicano. Esta posible transición responde no sólo al endurecimiento de los operativos, sino también a la creciente disponibilidad de precursores químicos y a la adaptación de los cárteles a las nuevas dinámicas del mercado global de estupefacientes. Lo anterior debida a que, al configurarse como una empresa (criminal en este caso) tienen una estructura que mantener.

 

El fentanilo es una de las sustancias más potentes y peligrosas del actual panorama de drogas. Se estima que es entre 50 y 100 veces más fuerte que la morfina, y una cantidad tan pequeña como dos miligramos puede ser letal. Esta característica convierte al fentanilo no solo en una amenaza para quienes lo consumen de forma intencional, sino también para aquellos que pueden exponerse de manera accidental. Policías, militares, paramédicos y bomberos, por ejemplo, corren el riesgo de intoxicarse simplemente al entrar en contacto con residuos de la sustancia durante operativos o tareas de rescate. Han existido reportes internacionales de casos de sobredosis entre primeros respondientes, lo que subraya la urgencia de una respuesta institucional adecuada.

 

A pesar de la peligrosidad ampliamente documentada del fentanilo, México aún no ha logrado establecer protocolos de actuación estandarizados para la protección del personal de emergencia y aunque la Oficina de Asuntos Internacionales de Narcóticos y Aplicación de la Ley del Departamento de Estado de los Estados Unidos (INL) ha estado capacitado de forma constante a elementos policiales en México, aun no se ha permeado los procedimientos a todos los policías y ni se diga a otros miembros de la comunidad de respuesta a emergencias como paramédicos y/o bomberos.

 

 En contraste, países como Estados Unidos han desarrollado manuales detallados que abordan desde el uso obligatorio de guantes y mascarillas especiales, hasta procedimientos de descontaminación y administración de naloxona en casos de exposición. En nuestro país, como ya se explicó anteriormente, capacitación específica es escasa y el acceso a insumos adecuados resulta limitado, especialmente en municipios con menor presupuesto. Esto representa una vulnerabilidad crítica que debe ser atendida de manera urgente por los tres niveles de gobierno.

 

Ante este escenario, resulta imperativo que las autoridades mexicanas de los tres órdenes de gobierno diseñen y apliquen un protocolo nacional unificado (que ya existe y fue diseñado por un connotado policía chihuahuense Pablo Cajigal del Ángel). Dicho protocolo debería ser incluido en el Programa Rector de Profesionalización (PRP) del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad de Seguridad Pública (SNSP) para ser parte de la formación y profesionalización policial para poder informar sobre la identificación y manipulación segura de sustancias sintéticas, dotación obligatoria de equipos de protección individual de alta especificación, y rutas claras de actuación en situaciones de riesgo. También se requiere establecer un sistema nacional de monitoreo y reporte de incidentes de exposición, para generar estadísticas y evidencias (cosa que le choca a las cabezas de estos sectores) confiables que sirvan como base para la mejora constante de las políticas públicas en esta materia.

 

La colaboración internacional también debe ser vista como un componente estratégico de esta lucha. Como ya es conocida, en fechas recientes, México y Estados Unidos reforzaron su acuerdo bilateral para combatir tanto el tráfico de fentanilo como el flujo ilegal de armas, comprometiéndose a compartir inteligencia y buenas prácticas (fuente: EMEEQUIS). Este tipo de cooperación puede ser clave para la transferencia de tecnología, insumos médicos y conocimientos técnicos que fortalezcan la capacidad de respuesta de las instituciones mexicanas. La experiencia estadounidense, por ejemplo, ha demostrado la eficacia de dotar a todo el personal de campo con kits de naloxona, una medida que podría replicarse en zonas de alto riesgo en nuestro país.

 

Si bien es justo reconocer los avances en el combate al narcotráfico, después de haber encontrado al país convulso en materia de seguridad por la administración pasada, también es necesario señalar con firmeza los desafíos emergentes que esta estrategia ha provocado. El crecimiento potencial del consumo de fentanilo en México plantea un reto sanitario, logístico y operativo de gran escala. Frente a esta amenaza, el Estado debe responder con políticas integrales que no sólo persigan el decomiso y la erradicación, sino que también protejan la vida de quienes están en la primera línea de respuesta. La profesionalización de los cuerpos de emergencia, la inversión en tecnología y la estandarización de protocolos no son lujos, sino requisitos básicos para hacer frente con eficacia a la nueva cara del narcotráfico en México.



hidalgomontes@gmail.com




domingo, 9 de marzo de 2025

 México y Estados Unidos: ¿Más policías o mejor capacitación?

 

Por: Guillermo Alberto Hidalgo Montes

 

A través del tiempo, la relación entre México y Estados Unidos en materia de seguridad ha sido un tema de constante tensión y negociación y desde el regreso del presidente Trump ha añadido un ingrediente de franca hostilidad a este coctel. Con la reciente reconfiguración de acuerdos bilaterales y el cambio de enfoque en la cooperación entre ambos países, la pregunta central sigue siendo la misma: ¿qué necesita más México para hacer frente a la crisis de violencia e inseguridad? ¿Más policías en las calles o una mejor profesionalización de los cuerpos de seguridad?


El paradigma de la seguridad en México ha oscilado entre una estrategia basada en el incremento del número de efectivos y otra orientada a la mejora de las capacidades institucionales. Sin embargo, la evidencia apunta a que el simple aumento de elementos en las fuerzas del orden no garantiza una disminución de la violencia y/o la delincuencia. Ejemplo de ello son los constantes casos de corrupción, abuso de autoridad y la falta de confianza ciudadana en las instituciones de seguridad.


Desde la Iniciativa Mérida hasta su transformación al Entendimiento Bicentenario, la cooperación entre México y EE.UU. ha tenido altibajos, pero una constante es la preocupación de Washington por el fortalecimiento de las fuerzas de seguridad mexicanas. No obstante, la prioridad debe estar en la calidad sobre la cantidad. Un policía bien formado, con capacidades técnicas y conocimientos en derechos humanos, investigación criminal y resolución de conflictos, es mucho más valioso que diez policías sin preparación adecuada. El problema radica es que, se confunde la calidad de la formación y profesionalización con las horas necesarias para ello. Hemos pasado de 872 horas necesarias para la formación de un elemento policial en 2012 a 1,080 en 2024 y no se ha visto una mejora sustancial. En América Latina existen casos como el de Perú donde la Policía Nacional estudia seriamente bajar su formación de 3 años a 1 ya que no se ve el impacto positivo de tiempo versus calidad. Y ni se diga de lo lento que es el cambio o adición de temas en el Programa Rector de Profesionalizacion (que es el documento que rige la formación y profesionalización policial en Mexico), ya que el Sistema Nacional del Seguridad Pública se ha viste lento desde hace lustros para poder estar en la vanguardia en temas como uso de la fuerza, análisis criminal, bienestar mental policial, protocolos de seguridad en caso de detención de laboratorios o cargamentos con drogas (la intoxicación por contacto de fentanilo es una realidad mortal en el servicio policial en México), por solo mencionar algunos temas.


El caso de la policía comunitaria en diversas regiones del país es un ejemplo de cómo la capacitación y la cercanía con la población pueden generar mejores resultados que la mera militarización de la seguridad. La cooperación con Estados Unidos debe enfocarse en la transferencia de tecnología, inteligencia y programas de profesionalización que permitan construir instituciones confiables, no solo en dotar de armamento y equipamiento a fuerzas mal preparadas y poder lograr que aquellos elementos que salen de las academias de formación, con el tiempo se vuelven los jefes de sus policías, es ahí y solo ahí donde se ve coronado un sistema policial tal y como pasa en las fuerzas armadas, donde un cadete entra al sistema de formación y sabe que si hace bien las cosas y es dedicado hay altas posibilidades de llegar a general y porque no, quizá, secretario de Defensa o Marina (según sea el caso). Esto le cerraría la puerta a pseudo expertos en seguridad que no tienen el perfil ni los conocimientos necesarios para dirigir una institución policial.


La respuesta a la pregunta inicial es clara: México necesita mejor capacitación, estructuras sólidas y cuerpos de seguridad con altos estándares de profesionalismo. No se puede generar a los mejores policías si no tienes a los mejores instructores, y que estos roten entre la academia y la calle cada 3 o 4 años, para que puedan aplicar su expertise en la calle al mismo tiempo de poder aplicar los conocimientos especializados que van adquiriendo ya que en muchas academias de nuestro país tenemos a instructores con 20 años de experiencia en aula y el mismo tiempo sin pisar la calle. ¿Qué puede enseñar en esas circunstancias si la fenomenología delincuencial de hace 20 años no es la misma que la de ahora? Sólo así se podrá garantizar una seguridad sostenible y efectiva, más allá de las coyunturas políticas y los intereses de corto plazo.


hidalgomontes@gmail.com